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Confusión

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Arnoldo llevaba cuatro décadas degustando el mismo menú. ‘Por derecho, por ley y porque me da la gana ya merezco probar otra cuca', pensaba cuando le daban esas ganas de lavar la ropa fuera de la casa. Se lo pidió a Victoria, la pocotona del barrio y la única que hacía esos trabajitos sucios que buscan los casados. ‘¿Cuánto?', le preguntó tímidamente, ella le contestó: Ni medio millón de dólares, yo no como viejos. La respuesta de la carnuda lo dejó clavado media hora, sin habla y dominado por la ira. Una semana le duró el disgusto, que cambió por ganas de otra, de Pilar, una sobrina de su mujer que vino de El Chirriscazo a comprar ropa a la capital. La pariente, por pura cortesía, aceptó bailar con él en una fiesta del barrio, condolida porque el tío, con la mano extendida, había recorrido toda la carpa donde se celebraba la pachanga invitando a viejas y jóvenes a tirar pasos, pero ninguna lo aceptó. Bailaron un pindín pegaditos y a Arnoldo se le subió todo, porque descubrió con el roce del baile que la pariente de su mujer tenía una verdadera maquinaria entre las piernas. Se quedó con esa ilusión, porque Pilar no le permitió ni un coqueteo y apenas terminó de comprar sus trapos se devolvió para su campiña. Dos días después de la partida de la campesina rellena, se inventó un viaje para el interior a comprar ñame. Su mujer se negó rotundamente a acompañarlo, lo que no cambió los planes de Arnoldo, quien llegó al atardecer a El Chirriscazo, y los suegros, con ese alarde de hospitalidad que caracteriza a la gente del campo, lo acomodaron en el mejor cuarto, que quedaba justo al lado del de Pilar, que amarró la cara apenas lo vio llegar, contrario a Arnoldo, que miraba complacido la cortina de majagua que hacía de puerta de los humildes cuartos. Y se le hizo agua la boca, era cuestión de esperar que los suegros y los cuñados y sus mujeres se acostaran y entraría él a gateársela. ‘Apenas la tenga en mi dominio le ofrezco este fajo de billetes y vamos a ver cómo reacciona cuando vea la plata', pensaba Arnoldo convencido de que a toda mujer, sin distingos de etnia, clase social, cultural o económica, le gusta el chenchén. ‘Hasta a las doctoras les gusta el vil metal', pensó regocijado cuando el suegro se acercó a decirle ‘hasta mañana, yerno, que descanse, mañana lo llevo donde mi compa Tojo que tiene ñame del bueno'.

Una a una se fueron apagando las guarichas de los diferentes cuartos; no tardaron en oírse los ronquidos del suegro, las voces infantiles le dieron paso al silencio y se le escapó un suspiro de gusto a la mujer de Aureliano, quien llevaba quince días de casado. Ya solo se escuchaban los grillos y Arnoldo supo que era el momento de gatearse a Pilar. Se levantó lentamente y ya iba a salir del cuarto cuando el susto casi le tranca la respiración. Le pareció escuchar pasos en medio de la sala. Fueron unos diez amortiguados por el piso de tierra. ‘Ideas mías, las ganas me ponen nervioso', pensó y apartó la cortina, entró a gatas y se abalanzó sobre la cama con la derecha extendida en busca de la cuca suculenta de Pilar. En la izquierda sostenía el fajo de billetes. Tocó un bulto, un muslo, pero un muslo flaco y de piel arrugada. Subió la mano en busca del tesoro perdido. La mujer se movió en la cama y encendió un foco de mano que se lo puso en la cara encegueciéndolo bruscamente. ¡¡¡Jilario, venga, corra que hay un violador en la casa!!!, gritó a todo pulmón la mujer que Arnoldo pretendía montar. En un segundo el cuarto se llenó de luz y de gente. Suegro y cuñados hallaron a Arnoldo desnudo tratando de sobar a la suegra, quien por pedido de su nieta Pilar se había cambiado de cuarto…

¿Cuánto?: Ni medio millón de dólares, yo no como viejos.
 
Aburrido: ¡Cuatro décadas probando la misma cuca!
 

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